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  • Writer's pictureMónica Bulnes

Viajando

De repente cumplí un mes sola del otro lado del mundo. He ido a los lugares que se me han antojado, con mi maleta pequeña y mis huaraches del mercado de San Juan de Dios. Un pedacito de Guadalajara siempre conmigo.


Me tocaron las lluvias más perfectas, vientos que dan miedo y una soledad de lo más bella y desgarradora. Me vengo enterando que soy buena compañía, al menos para mí misma; lo sospechaba, pero la verdad es que tenía que vivirlo.

Se me hace curioso esto de andar sola. Desde los primeros días en los que aprendí a moverme por las ciudades me sentí como un fantasmita. Porque sí, la gente me veía, pero nadie me recordaría.


Y si nadie me recordaba ¿Realmente estuve ahí?


Sí. Porque sí existo, a pesar de sentirme invisible, y fue uno de los primeros cambios que sentí dentro de mí. Probé el empoderamiento verdadero, ese que me hace arreglármelas sola para llegar a donde tengo que llegar. De país en país, en aviones, trenes y camiones que a veces siento que me llevan más lejos de lo que pensé, pero más y más cerca a mí. Las lecciones han variado de ciudad en ciudad.


En Londres aprendí que mis pies me pueden llevar hasta donde yo quiera y que puedo caminar más de lo que sabía que podía caminar. Caminé 15 kilómetros porque sentí que no me quería perder ni un segundo de la ciudad.


Fui a Notting Hill porque la película de Hugh Grant con Julia Roberts es la película favorita de mi papá (y por ende, mía también) y me compré el vestido vintage que me obligaría a comer puro McDonalds por el resto de mi estancia ahí. Costara lo que costara, quería ese recuerdo. Ahí lo tengo en la maleta.


En Edinburgo aprendí lo que es el arrepentimiento de no aventarme. Estuve frente a un hombre increíble por 5 horas en el tren. Intercambiando miradas y sonrisas cordiales. No me atreví a hablarle y cuando se paró y se fue, sentí el peso del arrepentimiento. Del fracaso. Otra vez, me sentí fantasma.


Pero después aprendí a perdonarme por no ser esa persona que le saca plática a completos extraños. Aprendí que soy quien soy, penosa, nerviosa, ansiosa y curiosa y me regalé a mí misma el viaje de mis sueños. Vi los paisajes más increíbles que había visto en toda mi vida y sentí que merecía estar rodeada de tanta belleza porque yo también soy algo bonito. Es algo que nunca había aprendido a ver.


En Dublín aprendí que a veces es difícil regresar a ciertos lugares. Que a veces los idealizamos de más y estando parada en mi lugar favorito de todo el planeta, rodeada de la literatura que hace diez años me enamoró y me enseñó mi lugar en el mundo, ahora, me enseñaba cuánto había cambiado. Hay tantas cosas de mí misma que me sorprenden. La vida pasa bien rápido y cuando menos te lo imaginas ya eres el tipo de persona que dice “sí, aquí estuve hace 10 años”.


Sufrí un poco en Dublín gracias a los bedbugs y un Airbnb con esas vibras que te obligan a dormir con la luz prendida. Algo se sentía ahí, pero no dejé ahogarme en el miedo porque era mi espacio y mi tiempo y yo estaba ahí porque la única fantasma era yo. Aprendí a hacer mío un espacio.


En Lisboa me recordé a mí misma que me tengo que cuidar. Para ese entonces ya me sentía un poco cansada y que necesitaba un momento para respirar tantito. Hice lo que hacemos todas las mujeres cuando nos viene a la mente ‘self-care’: compré mascarillas, exfoliantes, mi comida favorita, vino y puse una película romántica. Lo típico. Me sentí culpable por hacer eso en vez de aprovechar el tiempo y salir y conocer pero, también, hay que escuchar al cuerpo. De todas formas, todavía tenía un día entero para salir a turistear.

Y lo disfruté más, porque ya me sentía más yo.


Madrid fue…muchas cosas. Madrid fue un reencuentro con esa amiga que te conoce de, al parecer, toda la vida (aunque no hayan sido tantos años). Entender cómo fue que crecimos juntas y separadas al mismo tiempo. Cómo es que algo como vivir una a un lado de la otra nos une y nos separa y que la amistad verdadera ahí está, a pesar del tiempo y la distancia.


Madrid me hizo apreciar a mis personas, mis amigas, mi Maru peleonera, hermosa y llena de vida.


Madrid me movió un poco. Estaba muy cómoda viajando sola y se me atravesó alguien que me recordó que a pesar de ser buena para desayunar, comer, cenar, ir al cine y en general estar sola, realmente no es lo que quiero. Creo que conocí a otro fantasma. Y me recordó (sin querer yo pienso) que está bien no querer estar sola. Solo que fue difícil porque culminó en una despedida para la cual no estaba lista.


Supongo que no estaba lista ni para el hola ni para el adiós. Porque conocí a una muy buena persona en una situación muy complicada, que, a pesar de todo, sigue siendo buena. Por una noche, me dio lo que no me di cuenta que andaba buscando. Me hacía falta conectar con alguien así. A veces lo tomamos por cumplido pero hablar y de verdad escuchar y hacer contacto visual y reír y compartir gustos no pasa tan seguido, al menos, para mí no.


Esa noche existimos en una burbujita en un universo alterno en la que tomamos decisiones que normalmente no tomaríamos. De repente ya era mañana y se nos había acabado el tiempo. No me di cuenta hasta después que todavía tenía cosas que decirle, como que le deseo lo mejor, le agradezco y pido una disculpa y lo perdono también y muchas otras cosas más.


Llegó el momento de soltar, con una diminuta parte de mí que va a vivir con la esperanza de volverlo a ver, pero que no es optimista. Porque entiendo. Y es que si haces las cosas bien, si de verdad vives en el momento y te entregas a las personas que te rodean, dejas pedacitos de ti en ellos y Madrid me enseñó que de eso se trata.


El viaje a Ronda fue otra lección porque a veces el corazón se tarda un poco más que la cabeza en entender las cosas. Me di cuenta que llevaba todo el viaje aguantándome las ganas de llorar por momentos en los que tenía miedo o sentía incertidumbre o tristeza.

Los que me conocen saben que eso no es normal porque soy fan de llorar a todas horas, en todas partes (en especial en los restaurantes, no sé porqué pero pido una disculpa a todos los meseros que he incomodado). Una vez que abrí la llave de la chilladera, solté todo lo que me había guardado, desde la despedida con mis papás hasta la más reciente.


Los extraños que me rodeaban en el tren me veían con cara de preocupación de tanta lágrima y tanto moco, pero fue necesario y aunque llegué a Ronda con los ojos hinchados, respiré un poco y me sentí aliviada. Me acordé que sigo aquí, conmigo y que soy suficiente, por ahora. Ya volveré a estar con caras conocidas.


Ronda nació de un impulso de conocer algo que no sabía que existía y eso va de la mano con incertidumbre. Pero me llevé una grata sorpresa: es increíble y hermoso y cuando salí de la estación de tren y me dio el sol y el aire, me recordé a mí misma que el viaje, es conmigo.




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