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  • Writer's pictureMónica Bulnes

Hogar

Mis veintes han sido una búsqueda de hogar. De espacios seguros. De esas conexiones que te obligan hacer contacto visual. De miedo constante y mucha, mucha valentía. Es lo que pasa cuando empiezas a ver cómo tus papás hacen sus rutinas, sus vidas sin ti. Cuando regresas a casa de visita y cuando los hermanos dejan de ser roomies.


Es un tipo de soledad especial la que llega en el momento en el que las amigas se van a vivir con sus novios o a hacer maestrías. Las que regresan a vivir a Vallarta o empiezan una nueva vida en la CDMX. Las que se quedan, pero no ves tan seguido.


Es el tipo de soledad que me tiene descalza, en calzones, explorando mi depa de noche comiendo crema de almendra a cucharadas, tratando de recordar qué era exactamente lo que quería hacer con mi vida. A veces no me acuerdo qué es eso que me hace feliz. Súmale una pandemia que se siente eterna y los días se convierten en uno solo, larguísimos y confusos.


Las lecciones más duras han sido las que me enseñaron dónde no es mi hogar. Lo que me enseñaron los ojos que realmente nunca me vieron, los brazos que realmente nunca me sostuvieron o las manos que nunca fueron mías para que yo las agarrara. Y a pesar de que me dolió en el alma darme cuenta de que esos hombres que tanto quise nunca me darían el hogar que me merezco, descansé.


Esa búsqueda es especialmente cansada. Aunque con la resolución de sentimientos y el perdón viene una deliciosa paz. Siempre buscaré esas manos y esos brazos, pero ahora me sostengo yo sola. Mi hogar no es un hombre.


Y así caen muchos veintes. Uno tras otro descarto los espacios que no me dejan florecer, las amistades que no me riegan, las que sí y las que me queman. La casa que era hogar se convierte en lugar de vacaciones, donde a veces ni desempaco porque los cajones están ocupados.


La bicicleta del spinning de mi mamá está en la esquina del cuarto que ya no es mi cuarto y, a veces, siento desesperación por sentirme en casa. Luego ya no sé si el hogar es físico, emocional, espiritual o qué.


Los veintes son confusos.


Hay momentos y lugares en los cuales los olores me regresan al pasado, un pasado en el cual me sentía más segura, y la nostalgia se disfraza y se siente como el abrazo que ando buscando. Pero no lo es. Mi hogar no está en el ayer.


Me despierto y vivo y me duermo. Me despierto y vivo, y me duermo. Tomo café y me siento sola. Estoy sola y tomo demasiado café. Paso horas viendo las paredes blancas de mi departamento, imaginándome cómo las pintaría, los cuadros que colgaría, las plantas que compraría. ¿Por qué no se siente como mi hogar? Aquí duermo y pago renta. Camino descalza en calzones por la noche y comiendo crema de almendra a cucharadas. Las luces apagadas o prendidas. Sigo sola.


Y aunque a veces se me olvida respirar profundo, un día un suspiro me invitó a pasar a mi hogar. En una inhalación y exhalación recordé que aquí vivo. Aquí dentro de estas costillas, entre todas estas tripas y piel. Este cuerpo, que en un descuido solo existe para llevarme del punto A al punto B, es un universo entero en el que habito yo y solo yo. Pero solo si lo decido. Es una decisión consciente. Habitarme. Y un lunes o un martes, no me acuerdo bien qué día fue, decidí habitarme. Regresé a casa.


Es un momento mágico. El momento en el que una mujer se ve en el espejo y se reconoce como su propio hogar. El momento en el que el cuerpo es mucho más que un cuerpo y que la mente es mucho más que la mente, y que en cuanto se combina todo se convierte en…yo. Esta soy yo y sigo sola y sigo tomando demasiado café pero aquí estoy dentro, viviendo. El mundo cambia de color y vivir se vuelve un poco más fácil.


Con los días y la práctica, viviendo en este hogar en el que decidí pintar las paredes, colgar cuadros y comprar plantas, la auto-compasión y empatía se convierten en el pan de cada día. Ya los defectos que hacían que me escondiera en las fotos o que me impedían compartirme, aunque siguen ahí, no me molestan como antes. Estas estrías y celulitis también decoran la fachada de mi hogar. La piel o grasa extra no debe desaparecer. Existe. Me acepté y empezaron a pasar cosas mágicas: Dejé que fotografiaran mi cuerpo en lencería y que cientos de personas vieran las fotos. De no haber comenzado a sanar la relación con mi cuerpo me hubiera perdido de una gran experiencia como fue la colaboración con LaBralette.


También, compré unos botes de pintura para pintar las paredes de mi departamento como lo imaginé. Y aunque me pesa que peligre mi depósito, las pinté. Me salí de la línea un poco y manché el piso porque siempre he sido descuidada. Decidí que aquí vivo yo y que iba a disfrutar de este espacio, el más seguro y el más bonito, mientras pueda. Y así mi hogar habita dentro de mi hogar, donde vivo yo sola, por ahora.


A veces surgen hombres del mar y como mi departamento, decido disfrutar de ese espacio tan seguro y tan bonito mientras pueda. Desde que vivo sola hay veces que pasan días enteros sin escuchar el sonido de mi propia voz, por eso aprendí la importancia de aprovechar los días en la playa para enfrascar rayos de luz y carcajadas. Los guardo y me mantienen calientita cuando ni los calcetines me quitan el frío en los pies.


Vivir en el momento no es mi especialidad. Mi mente se llena de dudas y la ansiedad por la incertidumbre de lo que sigue me visita de vez en cuando. Aunque no me invade como antes, es un ejercicio constante de recordarme a mí misma que regrese a casa. Porque la vida está sucediendo en este momento. Ahorita.


A veces abro los ojos y estoy rodeada de mis mejores amigas tomando vino y chismeando. A veces los abro y estoy comiendo con mis papás. Otras veces los abro y estoy en mi playa favorita. Y si decido habitarme y realmente estar, me da suficiente tiempo para agarrar esos destellos de luz y guardarlos en frasquitos de vidrio.


Esos frasquitos de vidrio alumbran mi depa cuando estoy descalza, en calzones, comiendo crema de almendra a cucharadas.





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