Dejó de existir hace unos años. O la perdí de vista. No sé. Ya no se ve cómo se veía antes. Como se veía cuando era niña y dormía con la ventana abierta en el calorón de Cabo San Lucas porque juraba vendría Peter Pan. Cuando despertaba en Navidad y veía las galletas Oreos que según mi papá le encantaban a Santa Claus todas mordisqueadas y los regalos abajo del árbol. Cuando se me caía una pestaña y la presionaba entre mis dedos pidiendo un deseo. Dejó de ser ese sentimiento en la boca del estómago que me quedaba después de ver alguna película de princesas. Desde chiquita vivo con ese anhelo. Suspiraba como si las cámaras estuvieran escondidas.
Un día apareció una voz en mi cabeza que fue creciendo con los años y que poco a poco lo opacó todo. Sigo sin poder ponerle nombre pero a veces se disfraza de miedo. Otras de ansiedad. Pasaron los años, cumplí veintisiete y ya no encontraba la magia por ningún lugar. Ni abajo de la cama. Ni en los atardeceres rositas de mi playa favorita. Ni en casa de mis papás. Ni en una copa de vino con mis amigas. Ni mucho menos en el reflejo que veo diario en el espejo. Fueron demasiados meses grises que pasaron antes de que me diera cuenta había desaparecido. ¿Dónde quedó la magia?
Podría hacer una lista eterna de todas las cosas que ya identifiqué que me quitaron mi magia. No tiene caso. Cada quien tiene su lista. Creo que todos tenemos que llegar a ese punto, en el que te despiertas, pones los pies sobre el piso y piensas ¿y si lo estoy haciendo todo mal? Yo me convertí en el tipo de mujer que no sabía cómo no ser una herida andante. Que al no saber qué hacer con tanto dolor buscaba como embarrarlo. Qué dejó de disfrutar el café y que iba por la vida con moretes de amor en la espalda. El anhelo me descarrilaba y ya no suspiraba.
Me encantaría poder decir que un día me desperté y la vi. En algún rinconcito. Y que me recordó que la vida es increíble. Que fue una lluvia de estrellas o un beso increíble lo que me recordó que la magia existe. Pero no fue así. Fue el momento en el que me reconocí frente al espejo, rota y me entregué por completo a la inundación de sentimientos que había dejado de sentir. Por miedo a eso, sentir. Por eso la vida se veía gris. Encontré la magia en mi duelo.
Suena poético pero no lo es. Realmente se veía cómo muchos días de mal humor, que nada sale bien y que no tiene pinta de mejorar. Pero cuando le encontré el sentido a mi corazón roto, cuando convertí mi historia de desamor en una historia de amor, todo empezó a agarrar forma. Porque si me rompieron el corazón fue porque yo lo permití. Porque lo entregué. Porque en este mundo de guerras, pandemias, incertidumbre y crisis yo seguía siendo el tipo de persona que vivía con la esperanza de convertir a un hombre nómada en un hogar permanente. La niña que suspiraba sigue viviendo dentro de mí. Y es mágica.
Me aferré con todo lo que tengo a esa niña y la magia solita regresó. Pero no era como antes. Se veía y sentía muy diferente pero me acompañaba a dormir y sonaba como los ronquidos de Camilo acostado a un lado de mi. O cómo las carcajadas de mi mamá cuando mi papá la hacía reír.
Se veía como desvelarse hasta las cuatro de la mañana en un lobby de un hotel hablando del amor con un ser muy mágico. Cómo encontrar espacios seguros y permitirme llorar con el cuerpo y no con la mente. Como despertar antes del amanecer para celebrar la vida. Como tener ganas de volver a enamorarme. Como agarrar los micrófonos y planear episodios. Como pararme en la carretera a tomarle fotos a las flores de los nopales.
Hoy la veo en todas partes, hasta las partes que duelen, como los recuerdos que se mancharon de violencia y dejaron de ser buenos pero que convertí en lección. Así de mágica puedo ser, siempre y cuando tenga la valentía de ser una mujer que vive con esperanza.
¿Dónde quedó la magia? Aquí. En nuestra comunidad, nuestro espacio seguro. En las ganas de contar historias nuevas y en la voluntad de volver a Desnudarnos.
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